La música sonaba en el reproductor de
fondo mientras miraba por la ventana. El amanecer era cada vez más
latente, y el cielo estaba inmerso en ese color tan indefinible que
llega con las horas del reloj en las que uno no debería estar
despierto.
El compás de la respiración marcaba el ritmo y tras los bostezos, mil ideas que pasaban tan rápido como los kilómetros. No le gustaba tener que ir con la ventana bajada, por que el mover la mano al compás del aire por la ventanilla le ayudaba a calmar los pensamientos. Sin embargo, por extraño que pareciera, había un punto en su cabeza que ardía como si fuera una fuente de ignición que hubiera explotado. La mano que sostenía la suya, y que tamborileaba con los acordes de la canción, le indicaba que no estaba sola. Aún le sonaba raro. Pero no le sonaba nada mal.
El compás de la respiración marcaba el ritmo y tras los bostezos, mil ideas que pasaban tan rápido como los kilómetros. No le gustaba tener que ir con la ventana bajada, por que el mover la mano al compás del aire por la ventanilla le ayudaba a calmar los pensamientos. Sin embargo, por extraño que pareciera, había un punto en su cabeza que ardía como si fuera una fuente de ignición que hubiera explotado. La mano que sostenía la suya, y que tamborileaba con los acordes de la canción, le indicaba que no estaba sola. Aún le sonaba raro. Pero no le sonaba nada mal.
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