lunes, 12 de septiembre de 2011

Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.



¿Para qué quieres saber el día que vas a morir? ¿Para replantearte una vida perfecta hasta el momento en el que tu reloj diga basta y que algo se rompa dentro de tí?

A ella nunca le preguntaron si quería saber cuando iba a morir, es más, ni siquiera le preguntaron si quería vivir.

Luces de neón parpadeantes y abrigos de media cintura coreaban una triste melodía que perseguía su existencia como una banda sonora inacabada. Medias de encaje y ligueros mal puestos eran su seña de identidad. Labios color carmín y escotes donde uno perdía la noción del tiempo. Siempre fue una sirena que huyó del mar, y se quedó varada en el primer bar de carretera.

El primero que aquella fatídica noche le abrió las piernas dejó un regusto ácido y sudoroso en su piel. Nunca volvería a ser la misma.
Poco a poco, gracias a los galanes de una noche, caballeros hasta la entrada de la habitación, fieras de puertas para adentro, consiguió una máscara.
La máscara que se ponía cada día a las siete de la tarde, a base de capas de maquillaje para tapar las arrugas de desesperación y de dibujar con rojo pasión lo que un día murió dentro de ella.
Buscando algún resto de lo que un día fue, mirándose al espejo, de repente, sintió.

Desesperación, de no saber cómo había perdido tantos años de su vida. Dejándose engalanar cada noche por un varón gris escondido en el cuello de la camisa, indiferente a sus sentimientos y emociones, que buscaba despejar su polla y su mente sin los galanteos de las discotecas.
Asco, de haber dejado que su vida se convirtiera en el recuento de condones en la papelera.

Cada tres semanas iba a la tienda de lencería, a renovar su vestuario a base de ofertas de dos por el precio de uno. La dependienta, señorona de a pie, entrada en años y en carnes, sentía lástima de aquella pobre muchacha que había ido a dar con sus huesos a aquel hostal de mala muerte, cosechando a su espalda venéreas y cicatrices de cigarrillos sobre su piel.
Nunca se atrevió a decirle nada, por temor y respeto, pues a pesar de haberse convertido en un fantasma sin alma que vagaba por el puerto en sus ratos libres, aún aparecía de vez en cuando el brillo de esa fierecilla que la había hecho huir de casa, de las palizas de su padre y las palizas que le propinaba a su madre, con la esperanza de labrarse un futuro sin moratones; pero el simple regreso al presente hacía que esa llama se extinguiera como si nunca hubiera existido.

Más de una noche había comprobado los excesos del alcohol y demás sustancias que te prometen el olvido y, lo único que te regalan es un martilleo en la cabeza al día siguiente. No tenía amigas, y la única que había escuchado sus confidencias era la señora de la limpieza, mujer que una mañana la había encontrado semidesnuda en el baño, después de haber vomitado hasta la decencia en un intento de usar el alcohol como desinfectante del alma. La limpió y la metió en la cama sin pedir nada a cambio, tan solo la promesa de la no repetición.
Nunca lo prometió.
Y cierto es que la noche en que tuvo la jeringuilla en su mano, con el líquido brillante debajo de la bombilla de 100W de su habitación, dudó durante una hora, y, tras esa pausa en su vida, introdujo con cuidado la aguja en la que se convertiría su vena favorita.
Ignoraba a los muchachos que le prometían la huida de aquel antro, y se sometía a los cincuentones que tardaban menos en desabrocharse el cinturón que en correrse.

Su vida se reducía a las cuatro paredes de pintura desconchada del piso segundo, puerta derecha. Una fotografía del mar, un cepillo añejo y una carta sin abrir eran sus verdaderas pertenencias. Todo lo demás eran accesorios de aquel simulacro de vida que le había tocado en la lotería del infierno.

En sus dedos, baratijas de segunda mano encontradas en un cajón de la anterior propietaria de la habitación, una pelirroja de infarto que no había sobrellevado su cautiverio y se había suicidado, tras meses de meterse los dedos hasta la campanilla, con un paquete de antidepresivos mezclados con unas copas de vodka al atardecer. La encontraron tirada en el baño con cortes en los brazos y los dedos machacados del efecto corrosivo de la bilis. Bonito espectáculo para el cliente de las diez.

La radio sonaba con interferencias, la hora de la música. ¿Música? ¿Qué es la música? Se preguntaba todos los días. Recordaba a aquel poeta despelujado que apareció un día y le cantó a la orilla del mar buscando más un rato de compañía que el desahogo sexual. Intentó convencerla de que la música transmite sentimientos, y puede hacerte ver las cosas de otro color.
Pero ella, que hacía mucho tiempo que estaba muerta, solo veía en el futuro el negro y el gris oscuro como máxima variante. Ignorando las palabras de aquel joven se fue, y nunca más supo de él.
Una lástima, podrían haber sido amigos. 



Hoy día allí sigue, ahogada. Presa del reloj y del paso del tiempo, ignorando las huellas que deja en su cuerpo y colgándose de los hilos que salen de las cortinas para no perder la cabeza y dejarse llevar por la marea de locura que cada día llega más lejos en su mente. 

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